miércoles, 14 de mayo de 2014

El sueño de la idílica normalidad


En los últimos días, el tema del Yasuní así como Sarayaku, han motivado una serie de reflexiones tanto dentro como fuera del país. Me he dejado tentar por la cantidad de opiniones, juicios, réplicas y contrarréplicas y por el puro placer de quitarme de encima el fastidio, y así ordenar algunas ideas que se me vienen a la cabeza cada vez con más frecuencia.  
Empiezo por confesar que desde hace unos años, pero en esto últimos meses con más insistencia, me he preguntado por ejemplo, ¿cuál es el papel que, según el Estado de la Revolución Ciudadana, deben cumplir los pueblos indígenas? Ojo, no estoy hablando de las organizaciones indígenas, aunque creo que el constante afán de controlarlas por parte del Estado, se explica en parte, si se responde a esta pregunta. Me he preguntado también, ¿por qué uno de los calificativos más usados por el  régimen para desacreditar a los contrarios, es el término infantil? Ecologistas, indigenistas, feministas, izquierdistas, sindicalistas y seguramente alguien más, han sido calificados como infantiles. También cabe en mis preguntas, el por qué esa insistencia retrógrada y permanente en lo todo lo que concierne a las mujeres y temas como el aborto, las minifaldas, las piernas de las asambleístas, las farras, la “ideología de género”. 
Empiezo por señalar que parte de mi fastidio proviene de la pesada maquinaria propagandística, que se empeña en crear la imagen del Ecuador como un país idílico, en un proyecto que va más allá de la oferta turística. En las imágenes, en las canciones, en los audios, todo calza de forma perfecta. Hay un afán por mostrar una “normalidad” en la que cada cosa y/o persona, ocupa el lugar que le corresponde: la economía va viento en popa; la gente está feliz –porque consume y puede seguir haciéndolo de forma indefinida-; los jóvenes trabajan, se muestran sudorosos pero felices; las chicas son todas lindas –también las asambleístas de Alianza País-, maquilladas perfectamente, con rostros que muestran una juventud repleta de sonrisas, energía, entusiasmo y compromiso con el país –ese compromiso que permite hacer power points impecables para cada acto gubernamental. Los discapacitados trabajan alegremente. Por cierto, los rostros más morenos están en los campos, en los manglares, en oficios manuales, sudando la gota gorda, pero con una gran sonrisa en la cara. Las personas afrodescendientes nos volvieron a llevar al mundial, y todos somos Ecuador con ellos. Los más blanquitos, las caras más lindas, las menos oscuritas, están en los altos cargos, acudiendo a la universidad, haciendo de directivos en puestos de responsabilidad. Un país tan normal y alegre, que casi casi me recuerda al ordenado reino de Lord Farquaad, el villano de la película infantil Shrek I. Esta ficción de lo idílico, busca desesperadamente naturalizar esta "normalidad”: lxs indixs están en el campo, lxs más blancxs dirigen y piensan, lxs jóvenes, de acuerdo con su color o trabajan o estudian, pero no andan armando demandas por ninguna naturaleza, y las mujeres son lindas, y no hablan de aborto porque ya tienen una cuota política que les sirve como pasarela para exhibir los cuerpos y las caras deseadas. Esta idílica ficción de la normalidad ubica personas, lugares, comportamientos en el plano de lo esperado, de lo previsible, porque reactualiza las estructuras coloniales de dominación. 
No dejo de pensar: ¿qué hay detrás de esta normalidad?, ¿qué hay detrás de la propaganda? Intuyo que lo que existe es una búsqueda de construir una visión de normalidad  que tiene como referente un horizonte colonial. Este último, debe ser entendido tal como lo plantea Silvia Rivera (2010), es decir, como la “reconstitución continua de estructuras coloniales de dominación elaboradas a partir de la conquista”. Y es en esa normalidad planteada desde la reactualización de las estructuras coloniales de dominación, que los indios y las mujeres, necesariamente tienen que ser infantiles. 
Recuerdo que el Dr. Jaime Litvak al explicarnos los debates sobre la humanidad de los indios, nos decía: “el dilema al que se enfrentaban los españoles al llegar a América era muy simple. Si se acostaban con sus mujeres, y los indios no eran humanos, cometían el pecado de bestialismo. Pero si eran humanos, ellos –los españoles-, se convertían inmediatamente en ladrones”. La forma más fácil de salvar la situación fue declarar a los indios como necesitados de “tutelaje”; eran humanos, pero como niños. Necesitados de la guía de un adulto que velara por sus intereses, ya que ellos eran incapaces para autogobernarse. Exactamente el mismo principio que gobernaba la situación jurídica, económica, social y política de las mujeres. Me vienen a la memoria los argumentos sobre pueblos indígenas que he oído en estas semanas, y no sé por qué, cada vez que se habla de que los indios están siendo “manipulados” (por la partidocracia, la CIA, las ONG, la derecha, los dirigentes y el resto de la lista), me vuelven a la cabeza las hermosas clases del Dr. Litvak.
Pero –me vuelvo a preguntar- ¿qué pasó con las vivencias políticas, sociales, culturales, etc., que planteó el movimiento indígena durante los años 90?, ¿no quedó nada en el país? ¿Cómo es posible –me pregunto indignada- que haya tenido que escuchar a funcionaretes de segunda decir cosas como que: “sin nosotros los indios no hubieran hecho nada en los 90”, “nuestro error fue quitarles la pata del cuello a estos indios alzados”? ¿Cómo es posible que toda la sangre, sudor y lágrimas de miles de indígenas que  impidieron que en este país se implante el neoliberalismo, hayan quedado relegadas al cajón de sastre de la historia? 
Es que fue muy cómodo para los mestizos “de izquierda” que hoy ocupan altos cargos en el gobierno, apropiarse simbólica y políticamente de un trabajo de años. Recuerdo que por ahí por el 2004, con ocasión de alguna demanda por presupuesto, alguien del mundillo político, hoy protagonista, antes funcionario de ONG, afirmaba: “tranquilos, yo movilizo a mis indios y ahí sí van a ver…”. Toda la teoría política por más de izquierda que fuera, no alcanzaba para tocar el colonialismo interno y las violencias encubiertas que permean el conjunto de las relaciones sociales. Violencias grandes y evidentes como el hecho de que se lanzara insecticidas o desodorantes ambientales cuando un indígena entraba a una institución pública, se sancionaron  públicamente con el ejercicio político del mundo indígena; pero esta lucha por lo público, no tocó el ámbito de lo privado, de lo minúsculo, donde se reactualizó el racismo. Las pequeñas, sutiles formas de violencia se convirtieron en válvulas de escape: miradas, gestos, olores intolerables, dudas. Me acabo de enterar por ejemplo, que en Latacunga, funcionarios del Registro Civil se negaban a cambiar el nivel de instrucción que consta en la cédula de cada ciudadano, porque el “ciudadano”  que lo demandaba era un arquitecto de la comunidad de Tigua, un indio pues. Si este indio quería que su documento de ciudadanía incluyera sus estudios universitarios, tenía que quitarse el sombrero para la foto, esa fue la condición de dichos funcionarios. Violencias tan discretas como el hecho de que las grandes empresas que contratan cajeros, “clasifiquen” por el apellido a las personas, para destinarles a los distintos lugares. A los locales de venta para más blanquitos, se exigen ciertos apellidos; los apellidos más indios van a los de menor categoría, porque “los clientes se merecen respeto”. Me lo contaban lxs chicxs que con suerte han terminado la secundaria, pero que ya no tienen más opciones, y que viven en silencio las violencias encubiertas, silenciadas. O esas pequeñísimas violencias que quedan como parte de la anécdota nocturna, insustancial, casi vana: en los locales de “la zona”, no se permite la entrada de chicas muy morenas y/o que tengan pinta de “muy indias”. Me lo cuentan las alumnas, las amigas extranjeras a las que no les permitieron la entrada en muchos bares, pues vestían sus trajes típicos. 
Mis preguntas y mis sensibilidades, me han llevado a mirar una relación estrecha: el Estado de la Revolución Ciudadana, una vez más en la historia, ha feminizado a los pueblos indígenas. En su horizonte colonial, el lugar que los pueblos indígenas deben ocupar en la vida política del país, es exactamente el mismo que se impone a las mujeres: adornos, cenefas para las páginas de la historia. Ubicadas en los márgenes de la historia, de la vida política, de la producción de conocimientos, el papel que se otorga a las mujeres es el de cenefas: decoración silenciosa, actualización constante del discurso según el cual las mujeres “florecemos y luego nos marchitamos”. Nuestra autenticidad femenina solo cabe mientras la juventud, la belleza y el silencio nos caractericen. Si no, somos viejas locas, atrevidas, gorditas horrorosas, malcriadas, resentidas, solteronas. Las lindas caras y el tristísimo papel de las asambleístas de País sancionadas por hablar del aborto, de la presidenta de la Asamblea, me hacen pensar constantemente en lo bien que sus caras adornaran los libros de historia del futuro.  
El papel que el Estado de la Revolución Ciudadana espera de los pueblos indígenas, es similar al que espera de las mujeres. Cenefas de los libros sobre el Sumak Kawsay –que por cierto, nos dan pensando en Europa nuestros magísteres y doctores en colaboración con los solidarios intelectuales europeos-. Y es que detrás del uso constante de las indias lindas (nuestra presidenta de la Asamblea luce siempre con tanta elegancia los bordados indígenas, los collares, las pulseras), hay una búsqueda irracional de “pureza”, de la  “indianidad prístina”, aquella que solo puede existir en los museos. Los “verdaderos indios” están en el campo, son campesinos, son callados, se emborrachan, hay que redimirlos constantemente, se dejan guiar suavemente por los caminos de la civilización y la decencia. Las imágenes alambicadas de la propaganda oficial muestran una insaciable sed de exotismo y pureza. Por eso toda la propaganda oficial -cuando salvar el Yasuní era lícito y deseable- nos vendía imágenes de una naturaleza primigenia, de unos no contactados exóticos que debíamos proteger. El Estado quiere mujeres lindas, indios callados y de preferencia que en la sonrisa de la foto se muestre satisfacción con el orden natural de las cosas: los que mandan son los otros. Nuestros gobernantes son blancos –tienen los ojos verdes…-, son leídos y escribidos –son doctores ¡y los títulos no se los dio una universidad de garaje!-, están en la madurez de su vida y hacen deporte y son saludables, van a misa después de insultar a su prójimo y comulgan y se confiesan. Ese es el orden. Y los que lo cuestionan somos terroristas, saboteadores y atentamos contra el Estado.  No lo dudo, el proyecto de la Revolución Ciudadana es de la forma más acabada de reactualización del orden colonial. 

Gabriela Bernal Carrera
13/05/14

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