lunes, 12 de septiembre de 2011

Viaje a Floripa

Silvia Rivera Cusicanqui

I


El 4 y 5 de abril asistí a las Jornadas Bolivarianas sobre Imperialismo y Cultura, a invitación de la Universidad Federal de Santa Catarina, en la ciudad/isla de Florianópolis. El profesor Rampinelly me contó que ella había tomado su nombre de un dictador, que aplastó una rebelión en la Isla y masacró a no se cuanta gente. De ahí quizás el hecho curioso de que la gente de la Isla hubiese decidido feminizar su apodo: Floripa, algo entre flor y floripondia. Lxs catarinenses ven invadida su isla por argentinos aburridos y bulliciosos (con honrosas excepciones, como Sonia Alvarez y su tribu), europexs y paulistas en tren de vacaciones y consumo. Todos ellos traen el aturdimiento del modernismo, del desarrollo sin fin y sin finalidad, del sinsentido. Por ello es que algunxs floripenses se abren, como una flor, a sentir los aromas de tierra adentro, de las alturas andinas y de los socavones, de los valles encantados por el maíz, también invadidos ahora por construcciones horribles, de ladrillo. En el fondo, esa apertura es un viaje interior, una incursión en su propia memoria, en la memoria del comunismo de la primera internacional, que luego parió esa flor exótica y tan nuestra: el movimiento antropofágico de Osvald de Andrade. Pero las formas atrevidas e iconoclastas de convocar al respeto, al igualitarismo en la diferencia son sucedáneas de modalidades más clásicas, que muchxs floripenses también conocen. La alta cultura amerindia de su propia tierra y del continente entero.

Todas esas utopías postmarxistas estallaron en un momento de peligro particularmente dramático: el que se vivió entre los años 1930 y la segunda guerra mundial. Revalorizando los movimientos de arquitectura utópica de Valparaíso y Río, releyendo a Osvald de Andrade y a Gamaliel Churata, a Arturo Borda y a Florestán Fernández, a Fieda Khalo y Clarice Lispector nos percatamos que ese período histórico estaba gestando un pachakuti: una profunda revolución intelectual y moral.

Si queremos entender cabalmente la importancia de la cultura, pensemos e imaginemos aquella época, que fue la de mis padres y vuestros abuelos. Luego la investigaremos y conoceremos en profundidad, como una relectura de la historia contemporánea de América Latina. Por de pronto, se me ocurre una hipótesis de trabajo. Que la guerra fría quizás no fuera únicamente hambre de bananas y petróleo, que fue también, y ante todo, una guerra cultural y civilizatoria, que se entrelazó perversamente con guerras mortíferas y devastadoras: para abortar de raíz esa eclosión de libertad y de comunidad que mostraba la punta del iceberg en lo que otros llaman cultura (la literatura, el ensayo sociológico, el cine). Nosotrxs lo imaginamos como un tiempo de multiplicidad y a la vez de polarización, un múltiple estallido de saberes y prácticas alter-nativas, plenas de futuro pero también de pasado.

Desde el otro wing, esa guerra cultural prolongada la libraron – y hasta ahora, la van ganando- poderosas corporaciones como la Cocacola, Walt Disney, y las grandes marcas mundiales de la feria liberal, con su atractiva banalidad de modas y consumos conspicuos y competitivos. Sus lógicas moldearon el cuerpo, encuadraron la mente y domesticaron a una generación entera, que acabó internalizando una modalidad mimética y artificiosa de modernidad. Fue el mestizaje acomplejado, chirle y birlocho, agachado y dos caras, que abría un abismo cada vez más grande entre palabras y acciones, entre discursos y prácticas. Frente a esa posibilidad, en los años 1930-1940 se gestó también, en forma minoritaria, la otra vertiente posible: el mestizaje ch’ixi, que practica la contradicción creativa. Aquella guerra preventiva acabó con sus voces. Solo quedó la realpolitik. El camino trunco y sinuoso de las promesas y discursos de renovación que prometieron –e incumplieron- las izquierdas del continente. Hasta ahora, su tragedia se repite en el modo dualista y aristotélico con el que enfrentan ese abismo civilizatorio, ese choque frontal.


II

Asombrado del desorden postmoderno que ha introducido la planetarización del mundo indígena en los aeropuertos que frecuenta la élite intelectual de América, un ponente guatemalteco que vive en Costa Rica y dirige un prestigioso postgrado sobre Cultura y Desarrollo, durante el diálogo con el público que siguió a su linda conferencia sobre Centroamérica, contó con todo candor lo siguiente. Respondiendo a una pregunta sobre los impactos de la circulación mundial de mano de obra y de intelectualidad indígena por los países del norte, dijo que al encontrarse con una maya transnacional no supo cómo dirigirse a ella: si tratarla de “vos” (término despectivo con el que en Guate se trata a lxs indixs) o ustearla. Ella hablaba en perfecto inglés y seguramente Rafael omitió decir que vestía blujines y que quizás sólo la había reconocido como “otra” por el color de su piel, por sus ojos almendrados y su pelo negrísimo y espeso. Educado en Rumania en una universidad marxista más bien abierta, en la que incluso se leía a Gramci, olvidó que el viejo y duro Marx había dicho en alguna parte que la promesa capitalista –incumplida también- era una sociedad en la que “la igualdad tendría la fuerza de un prejuicio popular”.

Sin embargo, el gesto colonial inconsciente del hermano guatemalteco queda corto frente a lo que dijo un funcionario diplomático designado como cónsul de Bolivia por el gobierno del Evo. Mariléa Leal me contó que, cuando ella y Raimundo Caruso publicaron su hermoso reportaje llamado Bolivia jakaskiwa, el personaje en cuestión les ofreció enviar tres ejemplares del libro, por canales diplomáticos, a todas las personas que ellxs habían entrevistado. En una de las innumerables visitas al consulado que tuvieron que hacer sólo para descubrir que él nunca cumpliría su promesa, el cónsul le dijo a Mariléa que la revolución del Evo consistía en que todxs en Bolivia fueran iguales: que todos pudieran usar, como él, corbatas de seda francesas. El sí parecía haber leído a Marx, pero lo había puesto patas arriba. La cara que puso Mariléa al contarme la anécdota era elocuente e indescriptible. La Bolivia del cónsul resultó ser no sólo chauvinistamente masculina, sino globalizada y colonizada: !a ver corbatas francesas!!

Frente a este panorama, el que personas como Fernando Correa y su compañera Meritxell conocieran algunos de mis escritos, y el que mi conferencia sobre El Mundo al Revés en Floripa fuera tan bien recibida por el público me da alientos para pensar que las ficciones modernistas podrían estar llegando a su ocaso. También me dio esperanzas de que se esté comenzando ya a producir –en nuestro chuyma y en nuestros pensamientos- esa tan cacareada “revolución democrática y cultural”, incumplida por el Estado y encarnada en las insurgencias cotidianas de nuestra gente. Una revuelta, un pachakuti que devuelva al mundo a si propio cauce, antes de que nos acalle otra guerra preventiva. Antes de que nos gane el desencanto que nos causan las promesas incumplidas, las corbatas francesas y la estupefacción de los aeropuertos.

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